Quba no se sorprendió con lo que
se encontró en la habitación 105. No tenía más de 19 años, pero ya había visto
más de lo que muchos habrían considerado permisible para mantener la cordura.
Le indiqué con la mano que se
mantuviera en un rincón. Lo que necesitaba de ella tenía que esperar hasta que
encontrara algo que sabía que no podía estar muy lejos.
Me tumbé en el suelo, justo en el
límite de las manchas de sangre, procurando no tocar nada. Lo que buscaba
estaba junto a la cama, en el suelo.
Si quería cogerlo, debía pasar
sobre la sangre, evitando contaminar las pruebas y hacerlo rápidamente. Yo no
podía hacerlo, pero Quba sí. Bastó una señal para que saltara como un resorte,
moviéndose como si fuera una brisa, una hoja mecida por el viento. Ligera,
rápida. Y llegada el caso, mortal.
En unos segundos, sin saber muy
bien cómo lo hizo, depositó el trozo de tela en la bolsa que yo sujetaba.
Lo comprobé a contraluz. Era un
trozo de pañuelo de tela. Algo extraño, pero que sabía que estaría por allí. En
el Marlowe dejaban uno de cortesía junto a los elementos masculinos.
Maquinillas de afeitar y esas cosas. A los dueños les gustaban estos detalles.
Daban prestigio al lugar.
Y ayudaban cuando se producían
cortes.
Supuse que por mucho cuidado que
hubiera tenido el asesino, se habría manchado, aunque fuera un poco. Era lógico
que utilizara el pañuelo para limpiarse.
O tuve suerte, que también podría
ser.
Esperaba que Doc pudiera
conseguir muestras de la epidermis del bestia que hizo esto.
Pero esto no solucionaba el gran
problema. ¿Era el asesino que había provocado este estropicio el que había
matado a Shantia y a su cliente? Y si lo era… ¿Cómo lo había hecho?
Me arrodillé, de nuevo en el
límite de la sangre, y miré a mi alrededor. Había algo que se me escapaba.
Quba se dio cuenta, y se situó,
silenciosa, a mi lado. La vi balancear su cabeza, como hacía siempre que se
concentraba en algo. Su mano tocó mi brazo, mientras señalaba el reguero de
sangre que llevaba hasta el lavabo.
Afiné la vista, pero al principio
ni vi nada. Necesité que ella saltara hacia la pared donde señalaba, tocando el
suelo apenas con los dedos de los pies y marcando con un gesto el lugar
adecuado.
Un borde extremadamente recto
marcaba el lugar donde alguien, decididamente ágil y habilidoso, había apoyado
su pie para dirigirse hacia el servicio. Alguien que, pese a todo, no podía
igualar a mi chica.
Alguien había ido hacia ese
lugar, y siendo el que comunicaba con el servicio de la otra habitación, seguro
que había pasado por allí.
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