EL SÓTANO
Tengo que bajar al sótano. No suelo hacerlo, porque me
aterra bajar esas escaleras, oscuras, inseguras. Cuando tengo que hacerlo, bajo
muy poco a poco, despacito. No, no tiene
la más mínima gracia. Cada escalón produce ese desagradable crujido que sube
por mi pierna y que hace estremecer mi espalda. Es algo horrible.
No me atrevo a encender la luz porque no soporto ver lo que
se esconde en ese horrible lugar. Puedo
sentir cómo se mueven en la oscuridad, ocultándose entre los muebles y
observando cómo bajo, aguantando la respiración y siempre pendiente de ellos.
No puedo soportar verlos. Nunca he podido.
Mi abuela sabía que estaban ahí, pero ella bajaba sin miedo
y ellos lo sabían. Los había dejado ella. A veces, me pedía que le ayudara a
alimentarlos y me hacía bajar hasta donde los escondía.
“Nadie debe saber que están aquí, mi niña”. Me decía una y
otra vez. Y aún sabiendo que era un terrible secreto, me obligaba a acompañarla
para que su hambre no provocara ningún problema. Los oía incluso antes de que
la vieja bombilla del techo ofreciera su tenue luz y permitiera que los
viéramos, en sus jaulas, mirando con esos ojos voraces.
El sótano siempre me había provocado rechazo, pero tras bajar
con la abuela, todavía más. Me aterraba. Respiré con fuerza y así el pomo de la
puerta para abrirla. No lo hice inmediatamente. Esperé unos segundos, pero a mí
me parecieron horas y abrí la puerta.
Tengo una linterna en la mano. Me permite decidir qué quiero
ver y que no. Si alguno de ellos se acerca le alumbro y huye despavorido, pero
si no se atreven a hacerlo, no tengo que verlos. Se mantienen al margen y no me
molestan. Es importante que mantenga la calma en todo momento, aunque me
resulta imposible.
Ellos lo saben. Lo saben y me ponen a prueba constatemente.
Pero hoy tengo que bajar.
Enciendo la linterna y alumbro hacia abajo. No veo nada
preocupante, pero sé que están ahí. Han escuchado la puerta y saben que voy a
bajar. Desde que murió la abuela, solo mamá baja de vez en cuando, dejando
comida para varios días. Y no les molesta más.
Me toca bajar. Un paso. Crac.
Otro paso, otro escalón. Crac. El
tercero, curiosamente, no suena. Para compensar, el cuarto parece que se va a
partir. El sonido hace que me pare y
contenga la respiración. ¿Se ha movido algo abajo? Seguramente.
No los veo, pero siento como clavan sus ojos en mí.
Esperándome.
Hago acopio de un valor que no sé si tengo y continúo
bajando por las escaleras. Un paso. Otro más. Los crujidos de la escalera me
acompañan hasta que alcanzo el gres del suelo. No es rugoso, sino liso y cuando
se moja, con agua o con las secreciones que ellos sueltan, puede hacer que
resbale.
No noto nada extraño, así que avanzo con cuidado. La tenue
luz de mi linterna recorre el espacio que se abre ante mi. No se ve nada raro,
así que continúo. Un súbito movimiento frente a mi hace que me pare y preste
atención. Es uno de ellos. No sé cómo, ha salido de la jaula y sé que está esperándome.
Trago saliva y me acerco al lugar donde está lo que busco. Una estantería
metálica cubierta de telarañas. Varios botes de vidrio se amontonan en sus
estantes. Algunos tienen años y cuando alumbro con la linterna, puedo adivinar
lo que contienen.
Pequeñas esferas de color rojizo, descoloridas por el paso
del tiempo, que parecen mirarme con unas pupilas muertas. Alargo la mano para
coger uno de ellos, que parece que su contenido será parte de la cena de hoy.
No entiendo cómo nadie puede animarse a comer semejante cosa, pero sé que a mi
familia les encanta.
Noto como un escalofrío recorre mi cuerpo y me apresto a sujetarlo con fuerza.
Pero noto algo detrás. Un movimiento suave, como de algo que se arrastra hacia
mi. El miedo me paraliza, hace que una gota de sudor caiga por mi espalda.
Me giro lentamente, esperando ver los ojos rojos de esas
criaturas que, en un momento u otro harán que sea yo su alimento, en lugar de
ser ellos quienes acaben en nuestro plato. Son pequeños, peludos, y sus dientes se
muestran dispuestos a acabar con todos nosotros… Ahí, en sus jaulas, esperando,
maquinando su venganza.
Y de repente, la atronadora voz de mi madre invade el
sótano con su característico acento del Sur.
- Pero… ¿Estás otra vez jugando con los conejos? ¡A ver si
me va a tocar bajar a mí a por el bote de tomates! ¡Date prisa que en nada
llegan los tíos y querrán cenar! Jozú… siempre que baja al sótano lo mismo…
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