miércoles, junio 28, 2006

PAOLA

Llovía
Paola estaba en la calle, mojándose. No recordaba cuanto tiempo llevaba en esa acera, pero era seguro que, cuando llegó, ya llovía.
Pero no podía irse, todavía no. No había podido hablar con nadie, y no tenía dinero para darle a Jonás.
Una luz en una ventana llamó su atención. En ella, una niña, tapada con una mantita, le observaba, y, al momento, una figura, que sería su papá, la abrazaba, llevándola dentro.
Una triste sonrisa asomó por sus envejecidos labios, recordando cuando, no tantos años atrás, su papá también la mecía, en una gastada mecedora, mientras veían la puesta de sol de su Ecuador natal.
¡Cuanta suerte tienen las niñas de este país!, pensó. No tienen que abandonar a su familia, y aventurarse más allá del mar, acompañadas de sus hermanos pequeños, engañadas, y sin saber si podrán volver a ver a los suyos.
Ahora, las caricias que recibía, eran dolorosas, pero necesarias para vivir.
Vió que un hombre se acercaba, y se preparó para abordarle. Esperaba poder irse con él, sino su hermanito, volvería a amenazarle con la navaja.

jueves, junio 22, 2006

PAULA

Llovía.
El agua caía tras la ventana creando un inquietante velo que cubría en parte la calle.
Pero a Paula no le importaba. Le gustaba la sensación de calor que daba el radiador, mientras veía como en la calle todo se mojaba, y los pocos que pasaban por ella, aceleraban el paso, para llegar pronto a casa.
Cogió su manta, se envolvió en ella, y, con la compañía de su osito, continuó observando a la mujer que iba, arriba y abajo, por la acera de enfrente.
A Paula también le gustaría estar en la calle, sintiendo el agua sobre su pelo, como esa señora, pero sus papás no le dejaban salir cuando llovía. A la señora no le importaba mojarse, y, de cuando en cuando, se acercaba a los señores que pasaban, y, una vez, uno le dio fuego.
Paula sabía que estaba esperando a que llegara su marido, porque es lo que hacen los maridos, llegar a recoger a sus mujeres. Luego, la llevaría a casa, y le diría cosas.
Como las que le decía su papá a su mamá. Luego, su marido entraría a dar las buenas noches a su hija, como hacía papá.
Paula lo sabía muy bien. Es lo que hacían los papás.
Ahora, hacía muy poquito que papá había acabado de gritar a mamá, y se había oído un golpe muy fuerte, más que otras veces. Seguro que su papá estaría subiendo las escaleras, para darle los besitos de buenas noches.
Paula cerró los ojos, apretó el osito contra su cuerpo, y se encogió bajo la manta, esperando a que su papá abriera la puerta, como todas las noches.

miércoles, junio 21, 2006

EL ARTEFACTO QUE VINO DEL CIELO

La tierra tembló ligeramente cuando se posó el artefacto.

Poco a poco, desplegó sus antenas, y dirigió sus cámaras a los monticulos circundantes.

Como era una nave de exploración, hizo lo que se suponía, y comenzó un breve viaje alrededor del abandonado e inútil módulo que la había traído hasta ese planeta desconocido.

Comenzó a emitir sus pitidos y señales a sus amos, alejados en la inmesidad del espacio, transmitiendo la imagen de un planeta abandonado y triste. A lo lejos, tras la línea del horizonte, creyó adivinar una columna de humo, ascendiendo a las capas superiores de la atmósfera, y decidió dirigirse hacia allí.

De repente, un grupo de ... algo... se le echó encima, desarmando y destrozando su maquinaria. Si hubiera tenido sentimientos y pensamientos complejos, se abría asustado. Por no hablar de reacciones físicas, claro.

Los habitantes de ese planeta, rudos y parlanchines, que se movían a dos patas y tenían extremidades para transportarlo, decidieron que el artefacto ya no suponía un peligro, y lo pusieron en una estantería, olvidado, mientras su sistema de reparación hacía malabares para reestablecer la comunicación.

La imagen que transmitió era una escena familiar, en la casa de uno de los habitantes de este planeta que le habían atacado sin motivo. Papá volvía de trabajar, mientras mamá ponía la mesa, el peque lloraba en su sillita y la niña recogía su tentáculo en una graciosa trenza.

Los técnicos de la NASA, finalmente, optaron por difundir las imágenes grabadas en Almería, y dar por perdida la sonda marciana.

sábado, junio 10, 2006

LA VISITANTE

Cuando le dijeron que la conocería, finalmente, al cabo de dos o tres semanas, se puso nervioso.

No había oído hablar muy bien de ella. De echo, todo el mundo le daba malas referencia.

Su cuñado la había conocido hacía sólo tres meses antes, y su hermana estaba llorando ahora...

Así que fue una sorpresa cuando llego el momento.

Ella fue extremadamente educada y amigable, tremendamente bella y agradable.

Le tomó de la mano y lo guió por el intrincado camino que tenía que recorrer.

Desgraciadamente, pensó, no podría volverla a ver.

Era un encuentro que sólo se disfrutaba una vez en la vida.

miércoles, junio 07, 2006

EL CAMINANTE

La luz de las farolas iluminaba la calle San Juan, sumergida por unas horas en la época medieval. La feria, que se celebra cada año a principios de junio, sirve para reunir algo de dinero para las fiestas, que se celebran unas semanas más tarde, en honor al patrón del barrio. No era una buena ambientación, desde luego.
Quizás sirviera para entretener a los ondenses de principios del siglo XXI, pero alguien que hubiera recorrido esas calles, siglos antes, en la época que intentaba representar, sonreiría con sorna ante los vanos intentos de los vecinos por recrear las calles.
Faltaban los olores, la suciedad propia de una sociedad todavía anclada en épocas oscuras, el calor de unos habitantes nacidos de la mezcla de culturas y, sobre todo, la imponente figura de la fortaleza en lo alto de la colina.
El caminante se detuvo a mitad cuesta, y miró hacia abajo. La imagen que ofrecía el final de la cuesta no se parecía en nada a lo que él recordaba.
De hecho, nada de lo que había visto recordaba apenas a la Onda que visitó por última vez hacía algo más de 20 años.
Los cambios acompañaban a la pequeña villa, igual que lo habían hecho con el resto del mundo, desde aquel frío día de invierno en que el caminante vio la luz del sol, apagada por las nubes, hacía ya demasiado tiempo.
Lo único que no parecía haber cambiado, era él.
Como siempre, sus primeros pasos en las antiguas calles, que tantas veces, a lo largo del tiempo había recorrido, le encaminaban, inexorablemente, a las puertas del Castillo.
No tenía necesidad de hacer ese camino, lo sabía.
El objeto de su interés ya no estaba allí. Había sido depositado en otro lugar, tan seguro como su antiguo receptáculo, y mucho más acorde con los tiempos que corrían.
Pero algo, quizás la nostalgia, quizás otra cosa aún más profunda, le conducía hasta aquel monumento a la barbarie, pero también a la nobleza humana, que estaba coronando con orgullo imborrable la vida de los ondenses, ofreciendo su protección, aunque estos no fueran conscientes de ello.
Cuando llegó a la Plaza de la Morera, no pudo evitar un escalofrío. Una sombra atravesó su recuerdo y el viejo dolor del hombro le recordó que pese a todo, no se puede escapar del pasado.
Ignoró los fantasmas que le visitaban de nuevo, y ascendió hasta la puerta del castillo.
Suponía que habrían cámaras de vigilancia, así que se limitó a sentarse frente a las puertas de hierro forjado, nuevas, impolutas, que habían sustituido a las recias hojas de madera que tantos golpes habían resistido.
No estuvo más de una hora allí, pensativo y ceñudo.
Se levantó y, preparado, se dirigió al que desde hacía tanto tiempo, se había convertido en su destino.